Por Luis Dall ‘ aglio

Director Delfos

“Nacional y popular”, de “centro izquierda”, “desarrollismo nacional”, cualquiera puede ser el mote que se asigne al actual Gobierno nacional.

Lo cierto es que “el cristinismo” y “el kirchnerismo” (que no son lo mismo) se sustentan en la vieja receta de los caudillos provinciales que se perpetuaron en el poder bajo consignas similares: manejar la caja y los medios de comunicación locales, reducir a la oposición a la misma nada y vivir de la exportación de la materia prima, como buenos conservadores.

La receta es más o menos así: a los sectores excluidos los incorporan al sistema en calidad de pobres y les proveen el acceso a servicios básicos, como salud, educación y subsidios, a cambio de que nunca dejen de ser pobres. Es decir, es un proceso de cristalización de la pobreza, para que jamás abandonen ese segmento social. La relación es de subsistencia, y el vínculo es de necesidad.

De ese modo, conforman un importante número de votantes que sostienen la pirámide de voluntades sobre la cual construyen una masa crítica electoral.

Al mismo tiempo, en un proceso de fuerte intervención estatal, condicionan el crecimiento de los sectores medios y medios altos bajando el techo de sus posibilidades de desarrollo económico.

Esta porción suele orillar el 60 por ciento de la población y estará integrada por comerciantes, cuentapropistas, profesionales independientes y dependientes, y pequeños y medianos empresarios, además de la población de empleados públicos. Acá, el condicionamiento funciona sobre la base del temor.

Finalmente, en la cúspide de esa pirámide, una porción que oscila entre el cinco y el 10 por ciento de la población: son quienes podrán romper ese techo a partir de la “cercanía” con el poder político. Su vínculo estará sellado fundamentalmente por la conveniencia.

Demócratas populares

De este modo, el modelo funcionará, pese a las críticas políticas a sus métodos de construcción de “consentimientos”. Sin embargo, la evidencia será más fuerte que las convicciones, y la atomización de las fuerzas opositoras le librará el camino para sortear los obstáculos que se le presenten en la consolidación de su poder.

Por lo general, estos modelos caudillescos se caracterizan por una fuerte obra pública, con rutas, autopistas, planes de vivienda, etcétera, que genera un principio de utilidad básico que completa la propuesta: fortaleza económica y política, alta utilidad de las gestiones y muy baja calidad institucional.

En términos ideológicos y políticos, son demócratas populares devenidos en justicialistas, lo que les permite ingresar rápidamente en el sentimiento popular de sus pueblos.

En el caso del kirchnerismo y el cristinismo, se ocuparon de construir un discurso que procuró una identificación ideológica utilizando nobles argumentos políticos, caros al pensamiento de la mayoría de los argentinos (estatización de YPF, recuperación de las jubilaciones nacionales y de Aerolíneas Argentinas, etcétera), para mantener cierta expectativa que finalmente terminará en nuevas frustraciones.

Néstor Kirchner dio el puntapié inicial cuando asumió su mandato en mayo de 2003. Reivindicó la génesis ideológica de su modelo, sustentado en la “maravillosa generación del 70”, que dio cobijo a una suerte de “izquierda peronista”. Como confesó el escriba del ex presidente, José Pablo Feinmann, en su libro El Flaco, se trató de un “adentrismo” en el justicialismo.

Pero el proceso de toma del poder iba a requerir de la base del viejo justicialismo, sobre el que armó el sustrato político. La primera víctima fue Eduardo Duhalde, quien ofició de caballo de Troya en la provincia de Buenos Aires y en el conurbano para que el kirchnerismo hiciera pie en ese inhóspito territorio nacional.

El ex presidente hizo un intento de desprenderse del “peronismo rancio”, constituido por gobernadores, intendentes del conurbano y dirigentes sindicales bien gordos, y apostó a la transversalidad, un grupo de dirigentes políticos nacidos al calor del “que se vayan todos”. Terminó siendo una ensalada, en la que participó Carlos “Chacho” Álvarez, entre otros.

El cristinismo

Sin identidad ni futuro, Kirchner volvió a apoyarse en el peronismo para erigir en presidenta a su esposa. El segundo capítulo se caracterizó por avanzar sobre el poder económico construido a la sombra de la dictadura militar y por dar espacio a una nueva “¿burguesía?” nacional, dueña de medios de comunicación, negocios de juego, bancos y, tal vez, alguna industria.

Los tropiezos políticos de 2008 –con la crisis del campo y la crisis internacional de 2009, que debilitó las cuentas– y la derrota en las elecciones de junio, de ese mismo año, pusieron “el modelo” contra las cuerdas. La incapacidad de la oposición para capitalizar el mensaje electoral y la posterior e inesperada muerte de Kirchner abrieron nuevamente un escenario que el cristinismo aprovechó. El resultado: 54 por ciento de los votos para la reelección.

Lo cierto es que, en este tercer capítulo, la Presidenta fue clara en su objetivo político e ideológico: “Antes de mí, nada; después de mí, todo”. Palabras más, palabras menos, señalaba que iba a hacer un gran esfuerzo para convertirse en una bisagra generacional en la vida política argentina. Y, de la mano de La Cámpora, empezó a promocionar a una nueva generación de dirigentes claramente identificados con aquella generación del 70.

Como conclusión, se puede advertir que estos modelos caudillescos no son hereditarios. Los hijos del poder, o los nacidos al calor de él, en general, nunca pudieron proyectarse sobre las estructuras políticas preexistentes. Habrá que ver.