Eduardo Flores
Las modernas democracias de occidente se están enfrentando a desafíos impensados en la tarea de continuar siendo la forma civilizada como las sociedades resuelven sus conflictos de poder.
El factor tecnológico
Ya lo señalaba Perón en 1974, “no son los hombres los que determinan el curso de la historia y su evolución; es un determinismo histórico al que no escapa nadie que viva en la Tierra: ni los hombres, ni las instituciones, ni las costumbres. La evolución de la humanidad es la única que influye directamente todos los cambios políticos, sociales y económicos, a través de los cuales transita, en cada etapa de la historia, la humanidad entera”.
Así como el feudalismo sirvió para transitar el medioevo y el capitalismo, en sus dos versiones -estatal y privado-, para hacerlo en la era industrial, hoy se está tratando de encontrar el sistema para esta etapa de la evolución.
El desarrollo tecnológico está produciendo cambios tan profundos que pueden equipararse a los que se produjeron con el advenimiento de la agricultura, que transformaron al hombre de nómade a sedentario, o con la invención de la máquina a vapor, origen de la revolución industrial que cambio la vida humana sobre la tierra.
Las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones están influyendo en el cambio de paradigmas que se observa y se observará en el futuro.
Hoy las relaciones humanas son todas en tiempo real y en el mismo lugar.
Las variables de tiempo y espacio, otrora necesarias para la comunicación humana, han sido reducidas a cero con consecuencias impredecibles hacia el futuro.
Esto no solo modifica las conductas, comportamientos y actitudes, tanto individuales como sociales, sino también los sistemas que se diseñan para adecuarse a la nueva realidad.
El universalismo
El espíritu gregario del hombre es el que lo ha llevado a construir agrupamientos cada vez mayores. Del hombre aislado a la familia, de la familia al clan, del clan a la tribu, de allí a las ciudades y luego las naciones, las regiones y el continentalismo, para terminar en un sistema universal.
Si la marcha de la evolución es determinada por la velocidad de los medios disponibles, podemos decir que esa velocidad tomó dimensiones impensadas con el achicamiento del planeta producto del fascinante avance tecnológico.
Sin embargo, las tendencias que se manifestaron en el proceso de universalización no fueron todas iguales.
Fracasado el intento marxista, retrasado el de unidad de las naciones, ha tomado la delantera el proceso de la denominada globalización, que no es otra cosa que la transnacionalización del sistema financiero.
Por sus características, dicho sistema es quien más rápidamente y mejor se adaptó a las plataformas tecnológicas disponibles. El dinero es lo que más veloz y fácilmente circula.
Resultado de dicho proceso, las decisiones adoptan con mayor frecuencia una naturaleza supranacional y se potencian los límites a la soberanía de las naciones.
Los gobiernos están alejándose de las sociedades, y estas sienten que las burocracias estatales y supra estatales escapan a su esfera de influencia y control. Bruselas queda muy lejos de una aldea italiana o española. Las consecuencias sociales y políticas no deseadas de la dinámica del proceso de globalización son innumerables y están produciendo reacciones que ponen en crisis el sistema institucional de los países de occidente.
El final del dominio comunista en los países de Europa oriental, la caída del muro de Berlín y la disolución de la unión soviética fueron acontecimientos que alumbraron un mundo unipolar primero que dio origen a las teorías del fin de la historia, multipolar luego, que dio por tierra con las mismas, para entrar en crisis financiera, finalmente, hacia 2008.
Para ese tiempo quedaron expuestas las consecuencias no deseadas de la globalización financiera. La respuesta de la crisis de las hipotecas fue salvar a los bancos a través de una emisión descontrolada de los países centrales.
A partir de allí es que se manifiestan de manera casi incontrolable fuerzas centrifugas en las democracias capitalistas de occidente.
Fuerzas y movimientos que ya venían actuando y desarrollándose con distinta velocidad según los países, pero que se expresan en plenitud, y en casi todas las democracias, después de la crisis financiera.
Es entonces que comienzan a producirse situaciones difíciles de explicar y de contener: los movimientos sociales en América Latina, el movimiento cinco estrellas en Italia, los indignados en España, los chalecos amarillos en Francia, las revueltas de Hong Kong y de varias minorías étnicas en China, la represión en la misma China y Rusia a los disidentes, las guerras periféricas de naturaleza religiosa, la exacerbación de los nacionalismos, el Brexit inglés, los movimientos separatistas en algunos estados, y últimamente los problemas raciales en EEUU, por mencionar solo algunas de estas manifestaciones.
Esto no es otra cosa que la expresión de una crisis en la representación política de las sociedades, fruto de la obsolescencia de los viejos partidos, ideologías y verdades.
Las personas de carne y hueso, en su realidad cotidiana, no se sienten identificadas con los sistemas políticos del siglo XX. La democracia está frente al desafío de reinventarse.
Es evidente que cada nación, cada estado tiene su camino. Un camino que tiene que ver con su realidad actual, con su historia, con su cultura y con la impronta de los líderes que lo dirigen.
Aun en plena etapa globalizadora, las soluciones nacionales, la cultura de un pueblo, sus raíces, su dinámica social, en síntesis, su identidad, le dan al proceso características particulares que es la forma con la que cada estado nación participa de la universalización sin ser un convidado de piedra a diseños ideológicos extraños a su propia condición.
Argentina misma está obligada a pensar un sistema político e institucional que brinde una respuesta adecuada a la crisis de representación que hoy se verifica.
El sistema político institucional
37 años después que la política recuperara su lugar en la vida cívica del país, los partidos políticos no han logrado el mismo cometido.
Si desde mediados de los noventa venían sufriendo un proceso creciente de descrédito, este se aceleró a partir del año dos mil y los últimos tiempos han confirmado la tendencia
Es probable que muchos dirigentes surgidos de las filas partidarias hayan contribuido con su accionar a este descrédito. También es altamente probable que el fracaso de los partidos políticos en la satisfacción de las expectativas de la gente haya agregado más agua al molino del desprestigio, y que el gigantesco deterioro del bienestar de los argentinos haya arraigado en la sociedad cierta rabia y decepción respecto de los mismos.
Aun así, la democracia goza de buena salud. Muy pocas personas adhieren a regímenes que no respeten, acepten y valoren los principios democráticos. Las libertades individuales, los derechos civiles, la libertad de opinión y de reunión, la libertad de prensa, el sufragio universal y secreto, la división de poderes e incluso la aceptación de que a través de los partidos deben elegirse los gobernantes, son cuestiones que están más allá de toda discusión.
Esto muy a pesar de intelectuales que abrevan en teorías autoritarias, tanto de derecha como de izquierda, para quienes las democracias plurales de occidente son el sistema a reemplazar.
Pero la crisis está ahí, y no solo se manifiesta en el desprestigio de la política o en su falta de representación, también en la falta de credibilidad de los dirigentes formados y surgidos de las estructuras partidarias y en la atracción que generan dirigentes independientes de dichas estructuras, ya sea porque rompen con las mismas o porque se originan en otros ámbitos de la vida social.
Este diagnóstico -que no descubre nada- pareciera conducirnos a un callejón sin salida. O peor aún, cuando la frustración alcance su clímax, a salidas que nadie desea.
Por los setenta, también Perón nos ilustraba cuando explicaba que la democracia alumbrada por las ideas de la revolución francesa, el capitalismo de la primera revolución industrial y la consolidación de las naciones, había estado bajo el signo de la política, pero que la era del continentalismo y el universalismo que le sobrevendrían debía tener el acento puesto en lo social.
Proponía entonces una democracia que le diera cabida a las organizaciones de la sociedad libremente creadas. Una democracia perfeccionada por la participación de dichas organizaciones en la dinámica del gobierno.
Un gobierno centralizado, un estado descentralizado y un pueblo libre
Todos los días observamos como las organizaciones de la sociedad civil, los movimientos sociales y los grupos de interés adquieren una representatividad, una credibilidad y una eficiencia creciente en la defensa de los intereses de la comunidad. Mientras que los partidos políticos han pasado a ser meras herramientas electorales, infestadas por el clientelismo y el internismo, perdiendo su naturaleza de estructuras orgánicas y correa de transmisión de los problemas de la gente.
Sin embargo, no aparecen mecanismos institucionales de participación y de organización de esas entidades en el marco de los gobiernos y el Estado.
Pero como la dinámica de los pueblos, en la mayoría de las veces, no requiere de leyes para manifestarse, cada vez más observamos que se abren paso dirigentes y organizaciones en una marcha desordenada y quizás caótica, pero también indetenible en el camino de la consolidación de regímenes más justos y participativos.
El problema de la inclusión social es un problema que tiene un cariz económico, pero también institucional. No es muy fácil distinguir si es primera la exclusión del sistema de decisiones o del sistema económico, ni cual es consecuencia de cual.
El pluralismo no solo se refiere a consensos en el marco del sistema de ideas, sino también a la armonización del sistema de intereses. Una sociedad se llama plural cuando las distintas ideologías pueden expresarse y organizarse libremente para competir por la adhesión de la gente. Pero también cuando los distintos sectores de intereses se sienten contenidos en las decisiones que se toman.
Un gobierno se considera plural cuando contiene en su seno un amplio espectro de ideas e intereses, pero también cuando quienes son opositores sienten que son parte de un proyecto sugestivo de vida en común, al decir de Ortega y Gasset.
Es allí donde la política adquiere su verdadera dimensión y su razón de ser.
Los partidos políticos son el instrumento idóneo para elegir a los gobernantes, pero luego “no se puede gobernar sin el concurso organizado del pueblo”